¿Sufrir por amor?

Amar es sacrificarse, pregonaban los cantores del amor cortés cuando iban por los castillos de la Provenza cantando la bella historia del caballero que se cortó un dedo para ganar el corazón de su dama. ¡Se cortó un dedo! Quien ha visto las estrellas al quedarse con el dedo pequeño atrapado en una puerta sólo puede tener la más remota idea del suplicio que eso supone. No nos dicen los estudiosos del medievo si esta historia es real o puro producto de la imaginación trovadoresca, pero sí quiero contársela, antes de proseguir con la terrible realidad, ya que nos enseña hasta qué grado de sumisión y sacrificio puede llevar el amor-pasión.

Dicen que hubo una vez un poeta que había ofendido a su dama. La historia no cuenta qué tipo de ofensa cometió. Quizás se había quedado a tomar un aguardiente con otros trovadores mientras ella se ponía histérica al recorrer por enésima vez el camino de ronda esperándole. Total, que la doncella ya no no quería oír hablar de él. El poeta no sabía qué hacer. Le mandó un montón de cartas desesperadas y postales graciosas tipo "tú eres la chica más guay". La paloma mensajera se convirtió en su mejor amiga, transmitiendo cada día a la dama las súplicas y promesas de amor eterno del amor despechado.

Nada de nada. La dama no se dignaba a contestar. Dos años duró el

tormento del pobre hombre, hasta que un buen día la dama rompió su silencio altivo. La paloma mensajera por fin regresó con un mensaje para su amigo. ¿Qué decía el recado? Pues nada especial, lo normal, le pedía que enamorado se cortara el dedo como prueba de su amor, y entonces, quizá, la dama le perdonaría su ofensa. Por si fuera poco, el dedo tendrían que presentarlo en un cojín de terciopelo rojo, rojo como la pasión, rojo como la sangre del dedo sacrificado del poeta, cincuenta (no cuarenta y nueve, sino cincuenta) caballeros enamorados y fieles a sus amadas respectivas.

¿Qué hizo el poeta? ¿Mandarla a pasear y conservar esa parte diminuta pero esencial de su ser, como hubiera sido lógico? Porque, si de verdad le hubiera querido, la dama no le hubiera obligado a tal tortura. Pues, no. El poeta, que no sólo se creía la teoría de sus coetáneos, según el cual amar es sufrir, sino que también la ponía en practica, se apresuró a someterse a la dolorosa operación. Y encontró a 50 caballeros bienquistos de sus damas que, respetando  los requisitos arriba mencionados, fueron a ofrecer el dedo huérfano a la hermosa ofendida. Fue una ceremonia solemne, impotente, larga, larguísima (y también bastante pesada), pero al final la dama perdonó al poeta. Qué alivio.

 

Fragmento del libro Un veneno llamado amor (Ed. Temas de Hoy), de Carmen Posadas.